José Aníbal Campos

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Cuba | 2014, 2015, 2016

Born in Havana in 1965, José Aníbal Campos studied Germanic Philology at the Faculty of Foreign Languages, University of Havana, where he later became Professor of Translation. He was the co-founder and co-director of the Permanent Workshop in Literary Translation and in 1998, a visiting professor at the National University of Bogotá, Colombia, where he gave a seminar on ‘Translation and Interculturalism “.  He has translated the works of Stefan Zweig, Peter Stamm and Gregor von Rezzori. He now lives and works in Viena, Austria.


Report 2016

Es el 15 de febrero y llego a esta casona toscana bajo una lluvia torrencial. Es mi tercera visita. Pero ésta tiene algo de especial: soy el único invitado. Durante unos diez días seré, junto con los atentos empleados de la casa, Nadeeka y Sampath, el único huésped. Y ya que estoy aquí para intentar meterme en la piel de Rezzori, juego a ser il barone: libero a los empleados de todo horario, pacto con ellos la flexibilidad de mis horas para comer y cenar, los asusto con mi manía de hacerme un café a las cinco de la mañana.

Cuando aclara al día siguiente, hacia las 8, me voy hasta la pirámide. Es un ritual. Cada vez que vengo aprovecho alguna de las mañanas, cuando todos duermen, para irme hasta la pirámide y fumarme un cigarrito en el banco. Hoy los perros se me han adelantado. Con un concepto de la simetría asombroso en unos canes, han defecado justo a ambos lados de la tumba, y el calor de los detritos recién depuestos entra en conflicto físico con la frialdad de la hierba aterida por el rocío. Un conflicto que se dirime en dos columnas de humo leve, azuloso, que se elevan a ambos lados de la pirámide, como entorchados pilares de vida fertilizada… Creo oír la carcajada de Grisha…

 

Report 2015

Traduciendo a Rezzori en su propia casa

El ascenso hasta el estudio se vuelve una aventura peligrosa en estos días finales del invierno, tan riesgosa y resbaladiza para el traductor como adentrarse en las páginas de la novela La muerte de mi hermano Abel. Una capa de musgoso fieltro cubre, como verde y memorioso estrato de una estación que se acaba, la piedra rugosa de los peldaños. Rugosidad y memoria, piedra, fieltro verde, estaciones, épocas.

Son todas palabras de cierta relevancia simbólica en la obra de Gregor von Rezzori: la piedra áspera de su carcajada desacralizadora e irreverente (para la que los arabescos de la arquitectura barroca acaban siendo el sitio ideal en el que las palomas depositan sus deyecciones, confiriendo nuevos matices de blanco, gris y negro natural a las formas pensadas de la piedra); reconstrucción de un universo perdido a partir del precario ejercicio de la memoria, cuando las fronteras difusas de épocas y regiones se superponen, se confunden y entremezclan en una especie de dominó del recuerdo, con fichas que es preciso ir recogiendo por separado, como piezas de un mosaico, para ser reordenadas otra vez sobre la página impresa de la obra literaria, que, como las grandes urbes que marcaron la vida del autor, constituye una especie de prostituida y orgiástica Babilonia; el fieltro verde de múltiples asociaciones: capa resbaladiza y distorsionadora que es preciso levantar con la espátula de un verbo afilado, color emblemático de la caza y de las aficiones paternas, tela que cubre la mesa de billar que sirve de improvisado catafalco para el personaje del tío Serguéi en el relato El cisne (y que aquí, en la casa familiar de la Toscana, cerca del pueblo de Donnini, ha adoptado la forma de enorme mesa de centro de la pequeña pero bien nutrida biblioteca, donde aguardan en este instante decenas de libros que han de ser valorados para competir por un reconocimiento en el próximo Premio «Gregor von Rezzori – Città de Firenze», otorgado cada año a la mejor novela internacional publicada en traducción al italiano). Y, luego, las estaciones, las épocas… El fluir de la vida, que tan bien se prefigura en el felino paso de una estación a otra, era para Grisha un –si se quiere— aburrido perpetuum mobile al que solo podía enfrentarse el escritor abriendo el grifo a un flujo de palabras creador de nuevas corrientes de realidades. Pero no esas «realidades abstractas» del luteranismo prusiano (visibles tras su continua y furibunda crítica a una mentalidad germánica que él comprendió y supo desmontar como nadie), sino a una «realidad dentro de la realidad»; no las idealizadas realidades distantes de la vida real, sino la realidad de ese enigmáticocollage que somos y que solo puede cobrar forma, quizá, con la redistribución y el pegado, sobre el papel, de los recortes que nos hacen únicos. Recortes que vamos metiendo en carpetas, cajas, cajones, que arrastramos con nosotros (verschleppen) como un mal inevitable, como una enfermedad crónica, como la red de arrastre pegada a la carcasa de ese bajel que somos y vamos siendo y que Rezzori resume en su autodefinición –tan elocuente como difícil de traducir— deEpochenverschlepper (un barco arrastrero del pasado, que acarrea consigo distintas épocas, distintas lenguas, regiones, amoríos, fracasos, olores, tonalidades de color, sabores y sinsabores).

La casa –su entorno y sus entrañas— se prestan a la fábula. Aquí encontró Rezzori el ambiente propicio para dar forma definitiva a sus ideas sobre la literatura: su obra más importante (que ahora traduzco), un «monstruo» de ideas sobre la novela, sobre la entidad del autor, sobre los distintos modos de narrar una historia, pudo aquí por fin dar un orden consecutivo (o digamos, más bien, consecuente) a las esquirlas de recuerdos, a los retazos y rémoras que fueron adhiriéndose a la red que él mismo había arrojado al mar del mundo en su primera fase como escritor en Berlín.

Ese Decamerón moderno titulado La muerte de mi hermano Abel, a resguardo ahora entre las tapas de un libro, es también el fruto de una huida de la «peste florentina», de esa epidemia universal llamada «frivolización del mundo»; constituye un catálogo de fábulas y placeres narrados, de manjares verbales, muestra del genio y el ingenio de una improvisada salsa de letras que viene a concretarse en torno a la mesa del salón comedor, cuando fabuladores de todas partes del mundo, presididos –como una Pampinea de nuestros días—, por Beatrice Monti della Corte, devoran y comparten no solo historias narradas en una amalgama de lenguas, sino, asimismo, ese universo de formas orgánicas que es tan a menudo la comida italiana, con sus orecchiete, sus pastas en forma de conchas o de angulas, sus quesos informes con aspecto de estómago, la trenza de un queso napolitano con forma de intestino. Aquí, en definitiva, se devora (y se devuelve) el mundo.

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